lunes, 23 de junio de 2008

El Cuento del Té y los Cuchillos III


Esta es la parte final de mi cuento surreal, en esta porción el desenlace se aparece mas bien como necesario aunque dificimente previsible, nuevamente la ilustración es de Dali...

Salí de la zanja, mis ojos ya no eran como los que había tenido, eran miopes pero mi corazón me ayudaba a ver mejor, pues no veía bien pero presentía, así fue como se me ocurrió tomar rumbo hacia donde ella estaba y corrí hasta su jaula pero era muy distinta a como la recordaba. Estaba revitalizado, pero aún así me dolía todo el cuerpo y el alma, no querían mis piernas obedecer y en ciertos tramos de la marcha me hacían caer a propósito, aún así me arrastraba por el suelo, pues mi intención era llegar a la prisión, a la jaula que amaba yo tanto pues la contenía a ella y era tan doloroso sentirme aún tan lejano, no dejaba de amarla de ningún modo.

Me topé con algo muy raro cuando llegué a la jaula, todo era azul, la tierra, el cielo, el sol incluso, el viento era azul, los árboles y los animales también, la gente, la comida y las ideas, todo era azul, cuando por fin pude entrar en medio de la azulada, ya habían otros colores, me recibió un niño del mismo porte y talla que yo, tenía alas en su espalda, como las de una gallina, y una máscara que emulaba al rostro del fin del mundo, era horrible en verdad, sacudía sus alas cómo para alejarme, hincaba las piernas, primero una y luego la otra sin dejar de aletear, y hasta ahí no me había dado cuenta de que estaba haciendo un baile de cortejo pues desde una ventana alta le veía ella, la amada mía, la única y repetida, la común y descomunal, la fantástica y rutinaria, la aburrida, la repetida, la repetida, la repetida, la repetida… la amada.

…cuánto la quería.

Bajó de su ventana, desplegó sus alas y lentamente descendió con mucha elegancia, elevaba su vista y todo se volvió surreal en su entorno, los colores se encendían y se mezclaban porque el ojo ya no podía definirlos, se revolvían con los olores de mil flores y se diluían flotando como el aceite en el agua, pero flotando a medio aire, y había luces que venían de todas partes, algo muy hermoso, pero me dí cuenta de que solo yo podía ver aquello, pues no lo veía con mis ojos limitados, sino con mi corazón, pues no lo veía, lo sentía.

Quise acercarme para verla y sentir el aroma de su cuerpo pero no pude pues el niño de las alas de gallina, el de la mascara del fin del mundo abría la boca y lanzaba flechas prendidas en fuego azul que se me pegaban al pecho y me doblaba yo de dolor, me hinchaba yo de odio hacia este personaje maldito, ¿cómo derrotarlo?, no tomaba yo en cuenta que en verdad no solo él me entorpecía, no consideraba yo las concausas, las incidencias pasadas, la experiencia y los antecedentes, lo culpaba yo a el, a el solamente y no me consideraba a mí mismo como responsable de mi propia infelicidad y primero lo odié a el, frunció su rostro y la tierra tembló delante mío, me logré cubrir antes de que sus dardos de fuego azul me tocaran, y ella entonces le tomó la mano, y empecé a sangrar por los ojos, era mi llanto que salía del alma, era el desahogó que me había asfixiado y pensé que ella iba a volar pero no se atrevió, el niño de las alas de gallina, el de la mascara del fin del mundo no podía volar pues las alas de gallina no sirven para volar.

En una imagen divina la vi a ella subir y alcanzar alturas inimaginables y luego bajar, tan elegantemente como la primera vez, lejana y luego cercana y luego lejana otra vez y en una de esas subió y bajó de nuevo pero ya no volvió a estar cercana, y estaba a la par mía pero no estaba conmigo, y el niño de las alas de gallina, el de la mascara del fin del mundo empezó a ascender también y se me acercaba burlonamente, y le tomé la mascara y se la arranqué pero tenía otra igual debajo, lo odié mas y procuré tomar esa otra y había otra más debajo, y otra y otra y otra y todas iguales, eran iguales pero la situación me hacía verlas cada vez mas horribles, me rendí pues sabía que nunca llegaría a conocer a ese niño de las alas de gallina, el de la mascara del fin del mundo, ni siquiera llegaría a ver su verdadero rostro, y se llevó a mi mujer en caballos y en carroza, en antiguas riquezas hasta el extremo de la tierra, en la orilla del mundo de agua y no volvió hasta pasadas doscientas ochenta y ocho horas, pero no la lloré sino que me dediqué a correr durante ese tiempo, pero no corría todo el tiempo, a veces me sentaba a pensar en los pesares de la amada mía, en su llanto y en su sonrisa, en su rostro, en la expresión de sus ojos, y todo era bello en mi mente, pero a veces tan monótono, tan monótono, tan monótono, tan monótono, tan monótono…

No sabía cuanto tiempo había de transcurrir, me era un aeon, y fue para mi corazón eso mismo, un aeon, pero lo soporté valientemente y le sobreviví, antes de que se fuera, y como sabía que sucedería le puse un cordón en el tobillo y le besé el pié izquierdo, y mi beso se volvió brillante como un difuso astro, y puse en su cabeza una diadema que hice con oro perlado que tenía en mi corazón, y el niño de las alas de gallina, el de la mascara del fin del mundo quiso quitarle la diadema y arrancarle el beso mío pero no pudo y tuvo que quedarse conforme pues eran bienes de ella y solo los perdería renunciándolos y no se cuando lo hará o si lo hizo ya.

Y llegó el ocaso, la noche, una sola ya, y luego mil mañanas y todas eran iguales, de dolor, de ironía, las mañanas eran púrpuras y lo vestían todo de púrpura y no podía yo hacer nada, y los veía delante de mí todos los días, los veía juntos en mi desayuno, en mis paseos, en mis lecturas, con los ojos cerrados los veía, y sus sonrisas eran clavos calientes que se adherían a mis pupilas y los besos que se daban eran latigazos que tronaban en mi espalda, quemaban mi carne y torturaban mi angustiada alma.

El niño de las alas de gallina, el de la mascara del fin del mundo me veía y reía, una y otra vez, y me provocaba dolor con su risa y a la vez que me quejaba la amada mía me consolaba rudamente, sin sentimiento alguno, prefería que no me consolara y se lo pedí y no entendió lo que le dije y puso jugo de limón en mis heridas y poco a poco me fui recuperando, transcurrieron entonces otras varias mañanas que no tenían filiación con la noche, y me castigaba su risa la del niño de las alas de gallina, el de la mascara del fin del mundo, pero más me dolía la mirada que había en sus ojos colorados, una mirada que inyectaba odio y desdén, no soportaba esa mirada, ya no mas.

Tenía que hallar una piedra para lanzársela en el ojo al niño de las alas de gallina, el de la mascara del fin del mundo, pero como no hallé me tomé un lóbulo del corazón y de el hice dos piedras, le arrojé la primera y se deshizo en fuego antes de tocarlo por la ira que contenía, la segunda la arrojé y ella la tomó, se derritió en su mano y se volvió sangre y entonces ella tomó de sí una moneda y me la dio en la mano con amor, para que me comprara un lóbulo nuevo, pero preferí ponerme la moneda en cambio y me funcionó muy bien, para mí tener esa moneda era como tenerla a ella, palpita conmigo ahora y lo hará por siempre, pero llegará un día en que la moneda sea hallada en medio de estiércol, lo se muy bien.

2 comentarios:

Ana P. Cruz dijo...

Me muero por escuchar la historia. . .cuando?

Walter González dijo...

Paciencia, niña, ya va a ver que todo es bien sencillo, de cualquier manera, este espacio queda abierto para cualquier duda en cuanto a analogías e interpretaciones puntuales en este cuento.