Por Walter Gonzalez
Antes de empezar mi relato quiero aclarar que no todas las cosas que narro ocurrieron en el mismo orden, las cuento según su importancia, pero todo es real, desentrañado de toda sutileza, ironía, simbolismos y analogías, es una historia muy simple que sí sucedió.
¿De donde vienen las ideas? ¿A dónde van?, quizás vienen de la nada, se alimentan de la misma comida que nutre a los sueños, viven de miedos, de deseos insatisfechos, comen angustia pero no los digieren, por el contrario, los vomitan para que se queden en nuestra mente como una mancha apestosa e indeseable, y muchas veces las prohibiciones y las imposibilidades, que son oportunamente muros en que chocan esas ideas y esos sueños, lejos de detener, dan fuerza a esas irrealidades.
No se porqué tendemos a aferrarnos a aquellas metas que no son metas, sino abismos sin fondo, la prisión de la imposibilidad debería darnos reposo, como el saber que la noche es noche y que el día es día, el saber que se puede y el saber que no se puede, pero ¿Porqué el hombre inventa aviones entonces? ¿Es que la naturaleza no le dejó en claro que no puede volar?, ¿Porqué el automóvil?, es totalmente una rebeldía escondida en corazones obstinados que no admiten un no, y que hallan la escalera para bajar y subir al abismo como se les antoje, tiraron abajo las rejas, se liberaron a si mismos, y un mísero esclavo atado a una roca llora y se pregunta ¿Porqué no me puedo desatar?, y parece que se responde con la misma duda, se perfora el corazón hasta morir y a la vez cuantos cientos de esclavos aman la roca a la que se hallan atados, y otros que hacen como si no existiera.
En una prisión la tenía a ella, preciosa, dulce, encantadora, amante, deseable pero ajena, si, por eso estaba en esa prisión, cada vez que podía subía y se iba a veces antes de llegar a las estrellas, a veces llegaba a una, a veces a otra, pero me asustó terriblemente cuando me indicó la posibilidad de buscar un refugio perpetuo después de las estrellas, ya una vez estuvo detrás del gran acuario, pero yo no la conocía entonces, eso no importa en todo caso, el asunto es que me intranquilizó pues nunca he salido de mi atmósfera, ni se me había ocurrido que se la pasase tan bién allá arriba, no tenía porqué importarme, y aún si tuviera que, ella no se quedaría allá, después de las estrellas lo único que hay es frío y vacío, no creo que ella lo soporte.
Lo único que me quedaba por hacer era tratar de disfrutar los últimos días con ella, pero era tan difícil, ella no quería lastimarme y puso una cortina en las rejas de su jaula de manera que yo no pudiera verla, me dolió tanto que me enojé con ella, luego ella quiso contentarme con halagos y palabras dulces, pero no me atreví a recibir sus muestras de afecto, ella sufría tratando de consolarme y yo sufría tratando de olvidarla, no se de donde me había nacido la idea de que nos queríamos el uno al otro, en forma extraña y confusa, a través de gritos y malos tratos, ja, pero era como si de alguna forma nos estuviéramos jugando una gran broma el uno al otro, una dolorosa broma.
A veces quería irme, a veces quería quedarme y el motivo de ambos deseos era el mismo, ella, cuando subía ella yo no me atrevía a seguirla, como no me atrevía a entrar a su jaula, lo curioso es que desde mi lado era ella la encerrada y desde su lado era yo el encerrado, los dos éramos libres y prisioneros a la vez, y yo me sentía mas prisionero que libre, mas encerrado que ella y quería escapar entrando a la jaula de ella aunque no me atrevería nunca a hacerlo.
Absorto en mis ideas me hallaba cuando resultó que estando ella medio despierta, la soledad vino y le dio tal golpe, que no pudo sostenerse en pié y cayó al suelo como muerta, así que rompí su cortina y entré sin pensar en su jaula, vi entonces que no estaba sola y que no había sido la soledad quien la había golpeado, había sido la desesperación que estaba todavía sentada en un rincón, la vi con desprecio y quiso tomarme y golpearme también, pero no lo consiguió, despertó de su inconciencia la amada mía y se levantó, el suelo empezó a temblar, ahora mi amada era una niña y me dijo que quería que me quedara con ella, me preparó una taza de té, una taza solamente y me la bebí entera mientras ella me veía, cuando terminé de beber, ya no era la niña y nunca mas volvería a serlo, dejó de temblar.
Yo me resistía a salir de su jaula, ella me veía con desprecio, igual que las fotos que tenía ella colgadas, en todas ellas el mismo rostro, el rostro del final del mundo, y todas las fotos y ella me miraban con el ceño fruncido pues yo no quería salir de la jaula, y lloré por ello, y noté que en tanto mas lloraba me iba haciendo mas joven y no dejé de llorar hasta que me convertí en niño, y la desesperación, que seguía en la misma esquina que hacía un rato me tomó por detrás, me levantó y me arrojó en el suelo, tenía yo entonces como dos meses de haber nacido pero no morí con el golpe aunque perdí el sentido, cuando desperté estaba afuera de la jaula, todavía era niño aunque un poco mas grande, lo suficiente como para tener memoria, y nunca mas dejaría de serlo, creo que las fotos dejaron de fruncir el ceño.
Siendo niño como era, mi razonamiento dejó de ser concreto y empecé a fantasear, me trepaba las paredes como si de esa manera pudiera al menos llegar a la estratosfera y de ahí saltar a la primera estrella que se dejase tocar, nunca llegué a la estratosfera, ni siquiera al techo, lo que yo trataba de evitar a toda costa era que la desesperación tocara mi puerta, era imposible mantenerla alejada de mi ventana desde donde observaba todo lo que yo hacía, sabía que yo la odiaba, por eso me seguía la muy astuta; por fortuna hallé una forma de esquivarla, me ocupaba en otras necesidades, cuando ella se asomaba simplemente la ignoraba y se iba de mi, derrotada.
Dejé de pensar en la idea de subir, me concentré mejor en volver, tratar de hallar la manera de acercarme a ella, fui a su jaula una vez más, la vi ahí entre los barrotes, se veía mas grande de lo que recordaba, era yo el pequeño en realidad, ella me había visto pero me ignoraba, me sentía cercano a ella y a la vez, mas lejano que nunca, sentí que podía hablarle pero que de todos modos sería inútil pues no me oiría, preferí irme sin hacer el menor ruido, caminé por el largo pasillo que me sacaría de allí, agachaba mi cabeza en expresión patética, me dolía el corazón, lo sentía como un coagulo de sangre atravesado en la garganta, yo la quería mucho, mas que a nada, como si mi valor dependiera de lo que ella pensaba, de lo que ella decía.
Ella era hermosa, delgada, morena y su rostro proyectaba cierta picardía inocente, sus ojos eran del color de la miel reposada en un cristal iluminado por el sol, su olor era el olor del cielo, dulce, cítrico, mezclado con la sal de su cuerpo, ella no tenía nombre y a la vez los tenía todos, se llamaba Angélica, Nancy, Anabela, Luana, Ursula, Clara, Ileana, Ana, y todos los demás nombres, se llamaba Lilith y Astarté también, de manera que con cualquier nombre la invocaba yo, pero era inútil pues de ninguna forma me escuchaba.
Así que la última vez que la vi hermosa, le tomé la mano y se la besé tratando de ocultar de alguna manera el dolor que sentía, pero ella intuyó odió en mis ojos, quizás adivinó tan bien, tanto que descubrió algo que yo mismo no me había atrevido a advertir, que en verdad yo la odiaba, se trastornó y su rostro se volvió como el de una bestia indescriptible, tan horrible que temí por mi propia vida, y por la de ella pues sabía que la bestia que tenía enfrente no era mi amada, pero quería devorarla, tomé la espada que ella guardaba en su pecho y quise cortar su garganta, pero no pude y ella me atrajo a sí, me sedujo y no me di cuenta en qué momento estaba masticándose mis ojos y quedé ciego.
Y me fui de allí torpemente, me tropezaba con todo y caía al suelo, sentía la sangre caliente que bañaba mis mejillas, y el vaho del aliento de la bestia aún tibio cerca de mi nariz, era niño apenas pero ya conocía el dolor de haber sido lastimado y herido como en una guerra de las mas crueles, y la ira escapo de mi ser y el deseo de venganza no vino nunca, sino una extraña compasión por mi mismo y por ella, pero ya no podía decirle nada, no fuera a ser que incluso mis labios perecieran, mi lengua fuese cercenada hasta su nacimiento y mis dientes fuesen quebrados uno a uno, pues era Lilith y Astarté, y no había forma como pudiera yo vencerle, y no quería vencerle.
Me habría entregado al demonio mismo si algún provecho me trajera, en su lugar me propuse abrir una zanja, y escarbé, escarbé tanto, con las manos nada más, no sabía que tanto debía escarbar así que seguí y pasaron muchas noches y la oscuridad de aquel abismo se hizo todavía mas negra que la de mi ceguera, tanto que algunas veces se me olvidaba que estaba ciego y deseaba encender una luz, el suelo se empezó a poner lodoso y supuse entonces que era suficiente, me senté en el suelo listo para morir, podría haber muerto esa misma noche o la noche siguiente, pues todas las noches eran iguales y los días eran noches también pues todo era tinieblas, no sabía en qué terminaría todo aquello pero empecé a sentir que a pesar de mi cuerpo infantil, la barba me asomaba, y era anciano ya sin dejar de ser niño.
Sentí entonces que corría otra vez sangre de mis cuencas vacías, sangre tibia que brotaba de ningún lado, sangre rala y tibia que ahogaba por pocos mis suspiros que se iban convirtiendo lentamente en sollozos y entonces comprendí que no era sangre sino lágrimas que poco a poco se iban amontonando en mis cuencas y sobre las cuales se formaba una capa de sangre que se entretejía como una telaraña y se extendía con latidos hermosos, lentos y suaves, y de lagrimas que se cristalizaban en prisiones de sangre hecha burbujas, renacieron mis ojos y pude ver un resplandor de luz que me alentaba a seguir, a levantarme, a liberar a la amada mía del monstruo que la poseía, el monstruo que me había herido.
Salí de la zanja, mis ojos ya no eran como los que había tenido, eran miopes pero mi corazón me ayudaba a ver mejor, pues no veía bien pero presentía, así fue como se me ocurrió tomar rumbo hacia donde ella estaba y corrí hasta su jaula pero era muy distinta a como la recordaba. Estaba revitalizado, pero aún así me dolía todo el cuerpo y el alma, no querían mis piernas obedecer y en ciertos tramos de la marcha me hacían caer a propósito, aún así me arrastraba por el suelo, pues mi intención era llegar a la prisión, a la jaula que amaba yo tanto pues la contenía a ella y era tan doloroso sentirme aún tan lejano, no dejaba de amarla de ningún modo.
Me topé con algo muy raro cuando llegué a la jaula, todo era azul, la tierra, el cielo, el sol incluso, el viento era azul, los árboles y los animales también, la gente, la comida y las ideas, todo era azul, cuando por fin pude entrar en medio de la azulada, ya habían otros colores, me recibió un niño del mismo porte y talla que yo, tenía alas en su espalda, como las de una gallina, y una máscara que emulaba al rostro del fin del mundo, era horrible en verdad, sacudía sus alas cómo para alejarme, hincaba las piernas, primero una y luego la otra sin dejar de aletear, y hasta ahí no me había dado cuenta de que estaba haciendo un baile de cortejo pues desde una ventana alta le veía ella, la amada mía, la única y repetida, la común y descomunal, la fantástica y rutinaria, la aburrida, la repetida, la repetida, la repetida, la repetida… la amada.
…cuánto la quería.
Bajó de su ventana, desplegó sus alas y lentamente descendió con mucha elegancia, elevaba su vista y todo se volvió surreal en su entorno, los colores se encendían y se mezclaban porque el ojo ya no podía definirlos, se revolvían con los olores de mil flores y se diluían flotando como el aceite en el agua, pero flotando a medio aire, y había luces que venían de todas partes, algo muy hermoso, pero me dí cuenta de que solo yo podía ver aquello, pues no lo veía con mis ojos limitados, sino con mi corazón, pues no lo veía, lo sentía.
Quise acercarme para verla y sentir el aroma de su cuerpo pero no pude pues el niño de las alas de gallina, el de la mascara del fin del mundo abría la boca y lanzaba flechas prendidas en fuego azul que se me pegaban al pecho y me doblaba yo de dolor, me hinchaba yo de odio hacia este personaje maldito, ¿cómo derrotarlo?, no tomaba yo en cuenta que en verdad no solo él me entorpecía, no consideraba yo las concausas, las incidencias pasadas, la experiencia y los antecedentes, lo culpaba yo a el, a el solamente y no me consideraba a mí mismo como responsable de mi propia infelicidad y primero lo odié a el, frunció su rostro y la tierra tembló delante mío, me logré cubrir antes de que sus dardos de fuego azul me tocaran, y ella entonces le tomó la mano, y empecé a sangrar por los ojos, era mi llanto que salía del alma, era el desahogó que me había asfixiado y pensé que ella iba a volar pero no se atrevió, el niño de las alas de gallina, el de la mascara del fin del mundo no podía volar pues las alas de gallina no sirven para volar.
En una imagen divina la vi a ella subir y alcanzar alturas inimaginables y luego bajar, tan elegantemente como la primera vez, lejana y luego cercana y luego lejana otra vez y en una de esas subió y bajó de nuevo pero ya no volvió a estar cercana, y estaba a la par mía pero no estaba conmigo, y el niño de las alas de gallina, el de la mascara del fin del mundo empezó a ascender también y se me acercaba burlonamente, y le tomé la mascara y se la arranqué pero tenía otra igual debajo, lo odié mas y procuré tomar esa otra y había otra más debajo, y otra y otra y otra y todas iguales, eran iguales pero la situación me hacía verlas cada vez mas horribles, me rendí pues sabía que nunca llegaría a conocer a ese niño de las alas de gallina, el de la mascara del fin del mundo, ni siquiera llegaría a ver su verdadero rostro, y se llevó a mi mujer en caballos y en carroza, en antiguas riquezas hasta el extremo de la tierra, en la orilla del mundo de agua y no volvió hasta pasadas doscientas ochenta y ocho horas, pero no la lloré sino que me dediqué a correr durante ese tiempo, pero no corría todo el tiempo, a veces me sentaba a pensar en los pesares de la amada mía, en su llanto y en su sonrisa, en su rostro, en la expresión de sus ojos, y todo era bello en mi mente, pero a veces tan monótono, tan monótono, tan monótono, tan monótono, tan monótono…
No sabía cuanto tiempo había de transcurrir, me era un aeon, y fue para mi corazón eso mismo, un aeon, pero lo soporté valientemente y le sobreviví, antes de que se fuera, y como sabía que sucedería le puse un cordón en el tobillo y le besé el pié izquierdo, y mi beso se volvió brillante como un difuso astro, y puse en su cabeza una diadema que hice con oro perlado que tenía en mi corazón, y el niño de las alas de gallina, el de la mascara del fin del mundo quiso quitarle la diadema y arrancarle el beso mío pero no pudo y tuvo que quedarse conforme pues eran bienes de ella y solo los perdería renunciándolos y no se cuando lo hará o si lo hizo ya.
Y llegó el ocaso, la noche, una sola ya, y luego mil mañanas y todas eran iguales, de dolor, de ironía, las mañanas eran púrpuras y lo vestían todo de púrpura y no podía yo hacer nada, y los veía delante de mí todos los días, los veía juntos en mi desayuno, en mis paseos, en mis lecturas, con los ojos cerrados los veía, y sus sonrisas eran clavos calientes que se adherían a mis pupilas y los besos que se daban eran latigazos que tronaban en mi espalda, quemaban mi carne y torturaban mi angustiada alma.
El niño de las alas de gallina, el de la mascara del fin del mundo me veía y reía, una y otra vez, y me provocaba dolor con su risa y a la vez que me quejaba la amada mía me consolaba rudamente, sin sentimiento alguno, prefería que no me consolara y se lo pedí y no entendió lo que le dije y puso jugo de limón en mis heridas y poco a poco me fui recuperando, transcurrieron entonces otras varias mañanas que no tenían filiación con la noche, y me castigaba su risa la del niño de las alas de gallina, el de la mascara del fin del mundo, pero más me dolía la mirada que había en sus ojos colorados, una mirada que inyectaba odio y desdén, no soportaba esa mirada, ya no mas.
Tenía que hallar una piedra para lanzársela en el ojo al niño de las alas de gallina, el de la mascara del fin del mundo, pero como no hallé me tomé un lóbulo del corazón y de el hice dos piedras, le arrojé la primera y se deshizo en fuego antes de tocarlo por la ira que contenía, la segunda la arrojé y ella la tomó, se derritió en su mano y se volvió sangre y entonces ella tomó de sí una moneda y me la dio en la mano con amor, para que me comprara un lóbulo nuevo, pero preferí ponerme la moneda en cambio y me funcionó muy bien, para mí tener esa moneda era como tenerla a ella, palpita conmigo ahora y lo hará por siempre, pero llegará un día en que la moneda sea hallada en medio de estiércol, lo se muy bien.
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